Justicia: ni continuidad ni salto al vacío

Justicia: ni continuidad ni salto al vacío

Por Jorge Enríquez, Nota de opinión en Realidad Revista N° 159.

Uno de los blancos preferidos de los populismos, de cualquier signo ideológico, es la justicia independiente. Es natural, porque se trata de la garantía más eficaz de la vigencia del Estado de Derecho. Las constituciones y las leyes pueden formular los diseños institucionales más avanzados y otorgar innumerables derechos a los ciudadanos, pero todo eso no pasará de ser un pedazo de papel si no está respaldado por jueces que actúen eficazmente cuando el ordenamiento jurídico es violado.
Nuestro país ha tenido muchos vaivenes en esta materia. Desde la Organización Nacional hasta mediados del siglo XX, la justicia federal pudo actuar libremente. Ni los golpes de Estado de 1930 y 1943, con todas las consecuencias negativas que trajeron aparejadas, modificaron a la Corte Suprema. Esto lo habría de hacer Juan Perón durante su primera presidencia, mediante un juicio político absurdo que derivó en un tribunal completamente adicto. A partir de entonces, el deterioro de la confianza pública en el Poder Judicial fue in crescendo.
La recuperación de la democracia en diciembre de 1983 marcó un hito auspicioso, con una Corte presidida nada menos que por un jurista de la talla de Genaro Carrió. Pero el menemismo primero y el kirchnerismo después retomaron la vocación de Perón de contar con una justicia sumisa. Intento de ampliación de la Corte, juicios políticos, manoseos a las leyes de organización del Consejo de la Magistratura, fueron algunas de las herramientas destinadas a ese fin. Durante la segunda presidencia de Cristina Kirchner, bajo la hipócrita finalidad de “democratización de la justicia” (finalidad en sí misma absurda, aunque se la postulara de buena fe, ya que los jueces no deben actuar conforme a lo que circunstancialmente quiera la mayoría, sino como custodios de la Constitución y las leyes), se lanzaron una serie de iniciativas destinadas a copar el Poder Judicial. Entre ellas, una referida a la elección de los miembros del Consejo de la Magistratura mediante el voto popular en abierta violación al artículo 114 de la Constitución Nacional, que la Corte Suprema declaró inconstitucional en sus aspectos sustanciales antes de que se comenzara a aplicar.
Alberto Fernández, que se autopublicitaba con bombos y platillos como un defensor del orden jurídico, por ser profesor (no regular, es decir, sin concurso) de Derecho Penal e hijo de un juez, olvidó esas débiles credenciales y se embarcó, ya sea por iniciativa propia o de su mentora, en una “reforma judicial” que no respondía a ninguna demanda real de la sociedad ni tendía a mejorar el servicio de justicia, sino que solo procuraba contar con jueces más dóciles que pudieran garantizar la impunidad de la señora de Kirchner y sus secuaces. Pero no logró el aval del Congreso, como tampoco logró el aval del Senado para designar a un Procurador General.
Por suerte para la República, tampoco pudo concretar el objetivo de que se alejara de su cargo el doctor Eduardo Casal, que ejerce esa función no por ninguna maniobra espuria, sino porque le corresponde desde que renunció la anterior Procuradora. Casal es un funcionario de carrera de la Procuración, un jurista de sólidos conocimientos, impecable conducta y probidad, que prestigia a una justicia cuya reputación es perjudicada por algunos jueces “militantes”.
Por supuesto que nuestra justicia necesita reformas, pero reformas estructurales en serio, que favorezcan a los ciudadanos y no que tengan por único objeto el blindaje legal de quienes se enriquecieron de manera corrupta durante su paso por la función pública. Hace falta modernizar nuestros códigos de procedimientos, potenciando el uso de la tecnología y reduciendo al máximo las trabas burocráticas y la tolerancia con planteos y chicanas que eternizan las causas. Es imprescindible estimular la oralidad, no solo en los procesos penales; la inmediatez de la actuación de los magistrados; extender y profundizar el modelo acusatorio en el ámbito penal; facilitar el acceso a la justicia; en fin, adecuar nuestra organización judicial a las exigencias y a las posibilidades del siglo XXI.
Pero esas reformas, con ser tan necesarias, no servirían de nada si no contamos con dirigentes políticos y con magistrados de honda vocación republicana. La independencia judicial debe ser un axioma que no se discuta. A partir de ahí, se puede edificar una justicia más cercana a los ciudadanos, en la que estos confíen plenamente. Este es el objetivo de Patricia Bullrich, que cuenta con equipos técnicos de excelencia y la firme voluntad de llevar a cabo esa transformación.
De Massa, portaestandarte del kirchnerismo en esta contienda, nada podemos esperar más que la continuidad de un esquema populista que no se expresa solo en la economía, sino en todos los órdenes. En cuanto a Milei, ni la corrupción ni las cuestiones institucionales forman parte de sus desaforados discursos. Por el contrario, expresa un personalismo mesiánico que está en las antípodas del Estado de Derecho. Por lo demás, han trascendido los nombres de algunos “operadores judiciales” que ya estarían colaborando con él. La mera idea de un “operador judicial” es repugnante, pero si encima se trata de personas con más prontuarios que antecedentes, el peligro es todavía mayor.
Estamos a tiempo de evitar tanto la continuidad como el salto al vacío. En esa empresa, bregar por una justicia que sea el pilar fundamental de la República debería ser nuestro primer desafío.

📰 Nota de opinión de Jorge Enríquez, Presidente Asociación Civil Justa Causa; Ex Diputado Nacional, JxC, PRO, Miembro de Profesores Republicanos

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